dissabte, 5 de novembre del 2011

Malos vicios

Era una oscura y fría noche de invierno. Una joven andaba por las calles de la ciudad de París. Iba fumando. Una extraña sensación recorría su cuerpo desde  hacía rato. Unos inquietantes pasos retumbaban en su cabeza. De repente se paró. Una gélida mano había rozado su rubia cabellera. Se volvió lentamente. Lo único que consiguió ver fueron unos oscuros ojos, unos ojos que albergaban maldad. Pocos segundos después sólo quedaba su cigarrillo en el suelo, a medio apagar, y un gran rastro de sangre que continuaba, y desaparecía por un callejón. 

Cuando despertó, la cabeza le daba vueltas. Le habían asestado un golpe en la cabeza y parecía herida. Le sangraba una pierna. Intentó levantarse, pero debido a los golpes recibidos  sólo consiguió sentarse y observar la sala donde se encontraba. No sabía cómo había llegado hasta aquel lúgubre lugar. Estaba situada en un rincón de lo que parecía una habitación. Una habitación vieja, destrozada y con un ambiente de lo más tétrico. En otro rincón de la sala había una camilla donde yacía un cuerpo. El cuerpo parecía no respirar. De repente se fijo en una de las paredes. Había un agujero desde el cual, hacía ya un rato, alguien le observaba. Los nervios pudieron con ella. Sabía que le esperaba una desagradable y triste muerte, como la de su compañero de habitación. En un descuido el ojo que la observaba desapareció. Su corazón latía  rápidamente. No podía contener su miedo, el pánico  la tenía presa. Al momento la puerta empezó a abrirse.



Efectivamente, estaba empujando la puerta lentamente, para ponerla más nerviosa. Le encantaba ver a sus víctimas, nerviosas, sabiendo que iba a acabar con sus vidas, y todo por puro placer. Verlas sufrir en sus últimos momentos y oírlas pedir clemencia, era lo que más le gustaba. Finalmente, abrió la puerta. Ella estaba tirada en el suelo. Lloraba y el pánico la había invadido completamente. Cogió uno de sus cuchillos, aun estaba manchado de la última victima con la que acabó. Se acercó, ella lloraba. Se aproximó a su oído y le susurró: “La gente que fuma ese humo amargo es porque sus bocas están tristes…”. Acto seguido terminó con su miserable vida. Otra camilla vacía  esperaba en la habitación. Más tristes bocas necesitaba aniquilar.